- André Malraux y el cine
Conferencia[1] de Max Aub, grabada en octubre de 1962 para la cadena de televisión Radio-Canadá- (MALGAT, 2010. Página 153 y ss.). Traducción de A.Cisteró.
Es para mí un honor estar en la televisión canadiense. Yo dirijo, como se les acaba de decir, la radio y la televisión de la Universidad de México. Antes de asumir esta responsabilidad, hice cine y empecé a hacerlo un día en que André Malraux entró en mi despacho de Barcelona y me dijo: “Vamos a hacer una película”. Yo contesté: “Mi trabajo es el teatro”. El dijo: “el mío es la novela, pero ahora vamos a hacer cine”, y nosotros hicimos L’Espoir. Esta película, y también los libros de André Malraux me han llevado después a reflexionar sobre su obra, así que voy a proponerles algunas reflexiones diciendo, para empezar, que el cine se encuentra en la propia base de la obra de Malraux. No es por casualidad que dos de sus novelas más importantes, La Condition humaine y L’Espoir llegaron a ser películas. Por circunstancias, la primera no ha sido llevada a la pantalla, pero Malraux trabajó en ella durante largos meses con Eisenstein[2]. Respecto a la segunda, fue filmada inmediatamente después de la publicación del libro, aunque no se estrenó hasta 1944 o 45, ya que los alemanes destruyeron el negativo. Y veremos después cuánto deben al cine Le Musée imaginaire o La Metamorphose des Dieux, estas grandes obras sobre arte de André Malraux.
Del punto de vista del arte de la novela, ya podemos encontrar, en su Bosquejo de una psicología del cine, elementos constantes: “Stendhal -escribía Malraux– pensaba mucho más en caracterizar a Julián Sorel por sus actos que no por el tono de su voz; pero el problema del tiempo pasa, en el siglo XX, al primer término de la novela, transformándose en uno de los medios de expresión del carácter que no ve al personaje, haciéndoles hablar con un arte de ciego”.
Habla entonces de Proust, quien “da la impresión que muchas de sus escenas, si se leen bien, serían mucho más penetrantes en la radio, dónde el actor es invisible, que no en el teatro. Pero el cine, como el teatro, da menos importancia que la novela al tono de los diálogos, porque el actor se basta para dar al personaje una existencia física y aun una parte de su personalidad”. El diálogo ha adquirido una importancia fundamental desde la llegada del cine hablado. De ahí la poca importancia que concede Malraux al físico de sus personajes, ya que él los ve y los piensa de una manera muy especial y supone idéntica facilidad en sus lectores. Los detalles tienen un carácter cinematográfico. Acuérdense de esta página de La Condición humana: “… May entró. Su abrigo de cuero azul, de corte casi militar, acentuaba lo que había de viril en su paso y aun en su cara: boca ancha, nariz corta, pómulos salientes de las alemanas del norte.”
Sólo añadirá: “Su cabello ondulado echado hacia atrás… Muy amplia la frente, algo masculina… Esa faz vivía por su boca sensual y unos ojos muy grandes, trasparentes y lo suficientemente claros para que la intensidad de la mirada no pareciese venir de la pupila sino de la sombra de la frente sobre sus órbitas alargadas.”
Es una de las descripciones más completas que dará de un personaje. Quizás los que tienen nuestra edad hayan visto en May, la famosa May de La Condición humana, el retrato de Marlene Dietrich, lo que nos hace volver al cine.
Y es sobre este diálogo, cuya naturaleza y eficacia acaba de descubrir, que el cine basa ahora una parte de su fuerza. En las últimas películas -hablamos de la época del estreno de La diligencia, de John Ford- el director introduce diálogos tras largas secuencias mudas, exactamente como un novelista llega a él tras largas escenas exclusivamente descritas… Ello no es exclusivo de Malraux, es característico de los novelistas de aquel tiempo, y en especial, diría yo, de Hemingway. El novelista dispone de otro medio de expresión como es el de unir un momento decisivo de su personaje con la atmósfera o el cosmos que le rodea. Conrad emplea este recurso casi sistemáticamente y Tolstoi ha sacado de él una de las más bellas escenas novelescas del mundo: la noche en que el príncipe André, herido, contempla las nubes después de Austerlitz. El cine ruso lo ha utilizado con fuerza en su gran época. Sin embargo, la novela parece conservar una ventaja sobre el cine: la posibilidad de pasar al interior de los personajes. Pero, por una parte la novela moderna parece analizar cada vez menos a sus personajes en sus momentos de crisis; y por otra, una psicología dramática, como la de Shakespeare o en buena parte la de Dostoievski, donde las escenas están sugeridas, ya sea por los actos, ya por semiconfesiones –Smerdiakov, Stavrogouine-, tal vez no sea menos potente artísticamente ni menos reveladora que el análisis. En fin, la parte de misterio de todo personaje no elucidado y que se expresa, como puede serlo en la pantalla, por el misterio de la cara humana, concurre tal vez a dar a una obra este tono de preguntas planteadas a Dios sobre la vida, o a algunos sueños invisibles, en los grandes relatos de Tolstoi por ejemplo, de dónde él saca su grandeza. La influencia del cine en la construcción, es decir, en la forma de la novela contemporánea es, según mi opinión, capital. El cine destruyó el espacio limitado al momento en que el montador imaginó la división de su relato en planos, contempló la posibilidad de grabar una sucesión de instantes en lugar de fotografiar una obra de teatro, de acercar la cámara, agrandando con ello a los personajes en la pantalla cuando era necesario, o alejándolos. Y sobretodo se planteó de sustituir el campo de un escenario teatral por el espacio limitado por la pantalla, el campo en que el actor entra o sale, campo que el realizador escoge, como el escritor, en lugar de ser prisionero de él. El medio de reproducción del cine era la foto que se movía y su medio de expresión es la sucesión de planos.
Puede hallarse en Joyce, en Kafka, en Faulkner una sucesión de primeros planos mezclados con una serie de flash-backs ; en Dos Passos se encontraba, como en sus famosas novelas de 1915-1920, un montaje continúo de escenas muy cortas. Les acercamientos y los grandes acercamientos han dado también en la novela moderna una importancia cada vez mayor al silencio. Los silencios y las pausas son mucho más frecuentes en los relatos de nuestros días que no en los del siglo XIX. Su resonancia trágica se ha vuelto más significativa gracias al cine. Incluso llega a ser demasiado fuerte en algunas películas y algunas novelas recientes. De ahí que, gracias a estos silencios, los diálogos sean más expresivos, más líricos: Hemingway, Malraux, son ejemplos de ello. La continuidad de La Condición humana y de La Esperanza es cinematográfica. Para Malraux, el cine en tanto que periodismo, otra base de la novela contemporánea, -y cuándo digo periodismo, hablo de cierto estilo contemporáneo- reencuentra, lo quiera o no, un ámbito donde el arte no puede estar definitivamente ausente: el mito.
Les novelas de Malraux, más que una construcción, son una sucesión de escenas significativas que tienen por fondo un discurrir paralelo al de la estructura de una película. Hay más: el arte del cine es el modo de relacionar la distancia entre el objetivo y el objeto. El espectador ya no está inmóvil, como en el teatro, o como desgraciadamente todavía ahora en la televisión, donde la distancia entre el actor y él es invariable. Desde este ángulo, en el cine el espectador se pasea entre los personajes, se acerca, se aleja, según lo desee el director. Esta técnica es aprovechada constantemente por Malraux en sus novelas y en sus libros de crítica de arte y no sólo en las ilustraciones. El Museo imaginario, Goya, Saturno, El Museo imaginario de la escultura mundial, incluso La Metamorfosis de los dioses, dan el mismo tamaño, en los diversos sentidos de la palabra, la misma importancia a la obra entera que a detalles que han pasado inadvertidos hasta hoy. Esta técnica, hija de la fotografía, ha motivado muchas críticas ya no pocos tienen cierto respeto por las dimensiones. El placer y el gusto de leer o de oír un solo verso es contemporáneo de esta manera de ver: las antologías de Gide o de Valéry lo demuestran. La distancia entre el objetivo y el objeto tiene en Malraux, como era de esperar, también otro sentido. Él escribe en La Metamorfosis de los dioses: “Desde la desaparición de los maestros de Amiens o de los crucifijos romanos hasta el fin de la Edad Media, la historia del estilo de la escultura no es la de una patetización (sic) sino la de una estetización. Por supuesto no entiendo esta palabra a la manera de Oscar Wilde, sino como una búsqueda de formas que establece, entre el espectador y la imagen, una distancia completamente distinta a la religiosa, como la que puede columbrarse, todavía, así sea confusamente, en la admiración. Admirarán crucifijos (y no únicamente como figura convincente de Cristo) mucho antes del triunfo de Italia: pero no se maravillan ni del crucifijo de Colonia ni del de Perpiñán.”
Si los tradicionalistas acusan a Malraux de sacrílego, por los grandes acercamientos que dan, a veces, mayor importancia a los detalles que al conjunto, a una estatuilla que a un monumento, a la sonrisa de una figura de Jaina que al drama de Laocoonte[3], es que Malraux prefiere la justicia a la verdad. El camino que le condujo de sus novelas a la interpretación de las obras y de la historia del arte, siendo extremo no es solitario. Las grandes novelas de fines del siglo XIX tienen una estructura musical. La música es el gran arte de la época, de Wagner a Berlioz y Debussy. Puede hallarse una estructura sinfónica en las obras de Tolstoi, de Romain Rolland, de Proust, de Thomas Mann y aun de Joyce -el gran dodecafonista. El simbolismo fue musical: de Maeterlinck a Gide existe toda una serie de libretos de ópera que no volveremos a encontrar ni en la obra de Hemingway, ni en la de Faulkner, ni en la de Aragon, ni en la de Malraux. La música da una evidente impresión de variedad -de variaciones- que la pintura no puede ofrecer sino a través del tiempo. Gide et Valéry, amigos mayores de Malraux, vivían más en el universo de los sonidos modulados que en el de la pintura, gran influencia posterior. Además, el surrealismo tuvo un papel en ello, ya que fue un movimiento que correspondió a una manera mucho más visual de expresión y los escritores de esta generación han escrito más prólogos para libros de arte que para obras literarias. En las novelas de Balzac, los personajes están siempre representados de cuerpo entero, completos ante el lector: los ve desfilar en plano general. Hoy en día, los capítulos se han convertido en secuencias, el lector se acerca, se introduce en el personaje. El contrapunto ya no es la descripción naturalista: el objetivo da a una hoja, a una hormiga, a una gota de agua la importancia que pudo tener el cielo en la ya tan citada famosa escena de la noche de Austerlitz que ya evocamos antes. Son esas emociones capitales, de una hormiga en un visor, de una gota cayendo de una botella que, desde otro punto de vista, tuvieron impacto en la obra novelesca de Malraux. Esta influencia de la pintura ha llegado a ser exorbitante e incluso absurda en el nouveau roman, -digamos Robbe-Grillet para facilitar las cosas- donde las escenas aparecen, a veces, descritas como cuadros en los tiempos de Diderot… Eso nos hace retroceder muy lejos.
La vida y la obra de Malraux son solidarias, como las de Camus o de Mauriac. No era el caso de muchos de los grandes escritores del siglo XIX: ni el de Stendhal ni el de Balzac ni el de Baudelaire. Esta solidaridad no es indispensable como lo demuestran Montherlant o Claudel, del punto de vista de la calidad de la obra, esta identidad no tiene mucha importancia. Por lo demás, ella sí cuenta. Muchos son los que no entienden la evolución política –lo que llaman la evolución política –de André Malraux. Sin embargo, es bastante sencillo; jamás se supo separar al hombre de su tiempo. Los que nacieron, más o menos, a principios del siglo asistieron, durante la formación de su oficio de hombre, entre los veinticinco y los treinta y cinco años, a la Revolución rusa, a la china, a la guerra civil española, al nacimiento y a la muerte –por lo menos aparente- del fascismo a través de la Segunda Guerra Mundial y a algunos hechos que dejarán su sello en la historia, a menos que se nos borre de la misma.
Comparados con estos acontecimientos el fin del siglo XIX y el principio del XX no son gran cosa. Habría que regresar al fin del siglo XVIII y al principio del siguiente, a la Revolución francesa, a Napoleón, para hallar cicatrices tan profundas en la faz del mundo. André Malraux vivió estos sobresaltos desde muy cerca. Pero decir que su obra es su biografía, en el país de Rousseau, de Chateaubriand o de Gide sería ridículo. Los libros de Malraux no son más o menos autobiográficos que la mayoría de las novelas de nuestro tiempo. No se puede comparar su obra, desde este punto de vista, a la de Madame de Staël o la de Chateaubriand ni aun a la de Gide cuando dice: “escribo principalmente para dar cuenta de mí mismo a mí mismo.” Cuando publica sus Antimemorias habla ante todo de los demás, vistos por él sin dar de sí. Las épocas revolucionarias, las verdaderas, no suelen ser favorables a la literatura, por lo menos en su propio país. Los grandes autores de la Revolución francesa son alemanes o ingleses; ingleses y franceses los mayores de la soviética, de la misma manera que, aquí en México, para hablar de algo que conozco bien –dejando aparte las memorias noveladas de Azuela y de Guzmán- es difícil hallar novelas de la época revolucionaria mexicana que puedan compararse a las de Lawrence, Graham Green ou Bruno Traven. Hablo de novelas, no de memorias. Malraux vio la Revolución china, la española, y sacó de ellas grandes novelas. La Condición humana, La Esperanza; Los Nogales del Altenbourg, o de Altenbourg como prefiere que se denomine, es decir la primera parte de La lucha con el Angel, es un libro incompleto. La pasión, el interés principal, la base de la obra de André Malraux es no sólo la confrontación del hombre con la muerte, lo que no le sería muy particular, sino la relación entre el hombre y el poder, es decir la grandeza.
Un dia, mientras filmábamos L’Espoir a bordo de un viejo Potez[4] en el que, en la torreta delantera, se había substituido la ametralladora por una cámara para filmar algunas tomas aéreas del pueblucho desde dónde debían salir los guerrilleros para enfrentarse a los tanques fascistas –secuencia que, por otra parte, no ha sido nunca filmada porqué los tanques fascistas llegaron antes-, más o menos a la altura de Manresa, tres Messerschmitt aparecieron por encima de nuestro viejo trasto que volaba como podía. Entonces, el piloto dio media vuelta y se escabulló siguiendo los recovecos de un valle. No nos sentíamos muy quietos. Me acerqué a Malraux, ¡quien en la torreta delantera, recitaba a Corneille! La definición de la obra de Malraux puede hallarse en una de sus frases: “Intentar dar conciencia a los hombres de la grandeza que ignoran que existe en ellos.” La obra de De Gaulle, para Malraux, es una tentativa de dar conciencia a los franceses de la grandeza que ignoran que existe en ellos. Bajo este aspecto, los dos hombres estaban hechos para entenderse sin contar que su calidad literaria está bastante cercana, ya que, para Malraux, Charles de Gaulle es actualmente el primer escritor francés. Dicho esto, hay que señalar que muchos de los hombres de acción de nuestro tiempo son verdaderos escritores, lo mismo Lawrence de Arabia, que Churchill, Gandhi, Lenin o Mao Tse-tung. Con todos los defectos o virtudes políticos que se quiera – no tengo que hablar aquí, gracias a Dios, de política-, De Gaulle representa una aspiración a la grandeza y la pureza que explica le lealtad sin sombra de André Malraux.
Creer, por ello, que Malraux ha cambiado profundamente de ideas sería conocerle mal. Frente al pesimismo ridículo de una cantidad de llorones que anuncian la desaparición de la cultura por manos de la civilización, Malraux puede proclamar la grandeza inalienable de la obra artística del hombre, la vida siempre renovada del arte (y no solamente de las Bellas Artes). Su posición no ha hecho sino adelantarse a lo que señala hoy la crisis universal de la izquierda, es decir, la falta evidente de una fe en un porvenir mejor de la humanidad, lo que no es, ni mucho menos, un desprecio del comunismo o de los comunistas. Pero la firma del pacto germano-soviético sitúa con precisión el momento de la crisis, no porque la rúbrica del famoso documento determinara la situación: ésta cristalizó a causa del conservadurismo nacionalista del comunismo. Recuerdo, como si fuese ayer, la tarde en que nos llegó la noticia del encuentro Ribbentrop-Molotov, Malraux me dijo: “la revolución a este precio, no.”
No se equivocaba sino a medias: no hubo revolución en Francia ni a ese precio. En Malraux, lo escrito depende de la acción tanto como la acción de lo escrito, lo que no es poco decir de un hombre que ha dedicado tantas horas de su vida al arte. Llegará así a considerar la pintura y la escultura en el mismo plano que la literatura y hará de las Bellas Artes una novela apasionante: una historia. Diferencia fundamental: en las novelas, los hombres se enfrentan con la muerte; en Las voces del silencio son sus obras las que la desafían. Pero, ahí también, existe una unidad dialéctica cierta. Hay escritores que se quisieron jueces; otros, fiscales; algunos, defensores en el gran proceso que las Letras han abierto en pro y contra del curso de la Historia, de la Humanidad, de Dios.
Malraux se ha contentado, en su obra de novelista, con ser testigo; porque si fue, personalmente, actor, su meta no era sino dejar un testimonio más preciso. Los Conquistadores, la Vía real, La Condición humana, La esperanza, son más que “cosas vistas”, vividas. La experiencia se transforma y no solamente en conciencia. El tiempo del desprecio que no responde a esta manera es, ante todo, un fulgurante prólogo seguido de un ensayo de demostración no siempre convincente porque, en ese momento, Malraux no había conocido personalmente las cárceles hitlerianas. Al extremo opuesto de Flaubert que no creaba “sino personajes extranjeros a su pasión”, Malraux siempre ha estado a la cabeza de un arte que tiene su base en el autor y del que cita como ejemplo tanto a Esquilo como a Corneille, a Hugo y aun a Chateaubriand y a Dostoievski. En la gran discusión nacida al fin del siglo XIX estará naturalmente con Nietzsche y contra Wagner. Siempre pensó que ya sea “romano del Imperio, cristiano, soldado del ejército del Rin, u obrero soviético, el hombre está ligado a la colectividad que le rodea”; siempre ha creído que ser hombre no era cosa fácil: “no más que venir a serlo profundizando su comunión que cultivando sus diferencias”. Sus estudios, no sobre la historia del arte sino sobre el arte en sí, expresión de comunión y de diferencia, son una auténtica Vía Real perfectamente indicada para concebir y aun inventar los elementos que forjan al hombre. En su libro sobre Malraux, Gaëtan Picon asegura: “es cierto que si Malraux evita el hacer figurar en sus libros el hombre que no participa de la inteligencia o de la ética, es porque rehúsa comunicar con él o, por lo menos, fracasa al intentar hacerlo”.
“Los intelectuales son una raza” -dice Walter, el de Los nogales del Altenbourg–. Ningún personaje en su obra, que sea de otro origen. Y, al lado, una nota de Malraux, recordando una conversación célebre de 1938:
Gide: -No existen imbéciles en sus libros.
Malraux: -No escribo para aburrirme. En cuanto a los idiotas, basta la vida.
Gide: -Es usted todavía demasiado joven.
No lo curaron los años, si era el mal.
Para Malraux, como para mí, un intelectual es una persona para quien los problemas políticos son problemas morales. Es cierto que los personajes que discuten en sus novelas son inteligentes y aun demasiado inteligentes desde el punto de vista de su condición social. Me acuerdo, referente a ello, de una conversación, también de 1938, con el Presidente de la República española, Manuel Azaña. Era en Barcelona, en el Palacio de Pedralbes. Hablamos largo y tendido de Malraux de su libro La Esperanza recien publicado y que el Presidente acababa de leer:
-Estos franceses son formidables- me dijo-. ¡Hasta son capaces de hacer filosofar a un comandante de la Guardia Civil…!
Es posible, aunque no estoy seguro, que los escritores, los novelistas, los pintores, no tengan que ser tan inteligentes como Malraux, al que no siempre es fácil seguirle el razonamiento. Espero que eso no sea mi caso.
Por otra parte, señoras y señores, ¡Malraux es un gato!
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[1] Max Aub agrupa en esta conferencia varios de sus textos sobre Malraux y sobre el rodaje de Sierra de Teruel, de ahí algunos extractos comunes con las citas incluidas en el capítulo 1 y con el texto “Malraux, retrato” reproducido en estos apéndices.
[2] Aub exagera un poco al mencionar la duración del encuentro de Malraux con Serguei Eisenstein, que no pasó de algunos días en julio de 1934, durante el viaje de Malraux a la Unión Soviética para participar en el Primer Congreso de escritores de la URSS, que tuvo lugar del 17 al 24 de agosto en Moscú. Respecto a este periodo, ver el libro de André Malraux, Carnets d’URSS, 1934, Paris, Gallimard, nrf, 2007.
[3] Aub hace alusión a una antigua escultura griega llamada “Grupo de Laoconte”, que representa el troyano Laoconte y sus dos hijos atacados por unas serpientes. Esta escultura se conserva en el Museo Pio-Clementinom, en el Vaticano.
[4] En otros testimonios, al hablar de este episodio, Max Aub evoca un avión Fokker. Véase el capítulo 1 de este libro.