LA VERDADERA HISTORIA DEL RODAJE DE SIERRA DE TERUEL – Capítulo 1.4.
La Escuadrilla España no acaba de encajar en la estrategia bélica de la República. La No intervención bloqueando las fronteras, la mala gestión en las compras y la falta de previsión del gobierno en la etapa previa a la sublevación, ponían en graves aprietos a la cada vez más inferior aviación republicana. Su jefe, Hidalgo de Cisneros, cita con tristeza[i]: “Llegó un día de triste recuerdo, en el que tuve que dar en singular la orden de salir al aire: que salga el caza”
En los últimos meses de 1936 la situación se ha vuelto insostenible. El avance de las tropas rebeldes ha ido copando los diversos aeródromos de la capital. Los aviones alemanes desde Ávila y los italianos desde Talavera, más los Junkers franquistas de Navalmoral de la Mata y Escalona los bombardean regularmente, así como criminalmente a la población civil de Madrid. A finales de octubre han empezado a llegar algunos aviones rusos, con sus tripulaciones y técnicos. La relevancia de la Escuadrilla España ha ido a menos debido a su anárquica colaboración y a tener gran parte de sus aparatos dañados, siendo muy difícil y costosa su sustitución. En este ambiente centralizador de las decisiones, con un importante peso de los asesores rusos, el propio jefe de la Fuerza Aérea, Hidalgo de Cisneros, se ha afiliado al Partido Comunista durante una estancia en Albacete, donde se está reorganizando parte del ejército, a la vez que incorporándose y agrupando nuevas brigadas internacionales. Largo Caballero y su ministro de Marina y Aire, Indalecio Prieto, están pensando ya en buscar otros puntos donde consolidarse e iniciar la recuperación del terreno perdido. El gobierno deja Madrid para instalarse en Valencia, el 6 de noviembre, y gran parte de la aviación hará lo propio. El cerco de la capital parece insostenible, y los franquistas han instalado sus baterías antiaéreas cerca del único aeropuerto que queda útil: Barajas. Paul Nothomb[ii] llega a calificar el despegue de los poco maniobrables aviones como un verdadero “tiro al plato”. En el caso de Malraux y su escuadrilla, se desplazan también temporalmente a Albacete, en plena crisis interna.
El 18 de julio, Albacete había caído en manos de los rebeldes, aunque una semana después columnas de milicianos provenientes de Alicante y Murcia la recuperaron para la República. Pronto se convirtió en un importante núcleo de reagrupamiento de fuerzas, que en el caso de la aviación se basaba en el aeropuerto de Los Llanos. No era un lugar para grandes festejos, como recuerda el brigadista Keith Scott Watson[iii]
: “Siempre recordaré a Albacete como una de las ciudades más desagradables de España. Como muchos cruces de vías ferroviarias no tenía carácter propio. Tenía dos industrias principales: la manufactura de cuchillos mortales y un próspero, aunque sórdido, barrio de burdeles (Alto de la Villa)”.
De su breve estancia en Albacete hay pocas trazas en la novela L’espoir y tampoco en el guion de Sierra de Teruel. En este, hay dos secuencias en las que hay referencias al papel jugado por los componentes de la escuadrilla: la XXIV, en la que hay una clara alusión a Paul Nothomb, hijo de una rica familia de tendencias fascistas en el personaje de Attignies, y la XXVI, en la que algunos aviadores explican el porqué de su enrolamiento. Uno llega a decir: “Yo vine porqué me aburría”. Sin embargo, la situación no era tan plácida como se plasma en dicha escena.
En la España republicana, la guerra ha enfrentado dos visiones diametralmente opuestas, no solo de cómo afrontar la contienda, sino incluso de la escala de valores que debiera regir dicho comportamiento. Tanto en lo que podríamos denominar ambiente anarquista, en el que el voluntarismo era capital, como en el próximo al rigor organizativo soviético, la figura de los mercenarios está mal vista. Y durante la primera etapa de la escuadrilla, estos han sido imprescindibles ante la premura de contratación para dar respuesta al levantamiento. Es curiosa la reacción también del bando sublevado, que ha llegado a proponer a los pilotos de la escuadrilla una recompensa para traicionarla. Pero dejemos que sea el propio Malraux quien se lo cuente a Max Aub, su conocido, y pronto amigo, durante uno de los múltiples viajes de aquel a la capital francesa en búsqueda de fondos, personal y material para continuar la lucha con su escuadrilla.
Mediante comunicado fechado el 22 de noviembre de 1936[iv], el Ministerio de Asuntos Exteriores de la República, ha nombrado a Max Aub agregado cultural de la Embajada en París, en la que su amigo Luis Araquistaín es embajador desde el mes de septiembre. Malraux ha saludado al valenciano en una de sus visitas a la sede diplomática, en el 55 de la Avenue George V. Han salido al mediodía para comer en un restaurante cercano cuyo propietario es español.
—Querido amigo, ¿cómo te va?, ¿hace mucho que estás en París? —inicia Aub, después de haber pedido la obligada paella, concesión, sacrifico para quién adora el guiso valenciano original.
—Dos días. Y de paso para Checoslovaquia. Me han hablado de dos De Ha, aunque estoy escamado de anteriores ofertas, debo ir y verlos. Ayer contacte con dos pilotos que parecen fiables y vendrían voluntarios. Si consigo los aviones, ellos mismos podrían llevarlos a Albacete, o dónde nos lleven ahora, quizá Valencia.
—¿Fiables? Intuyo que has tenido problemas con alguno de los mercenarios. Las relaciones humanas siempre son difíciles, y no te digo en tiempos de guerra. Cuéntame.
Ha llegado la ensalada, vivos colores que Aub aliña mientras el francés reflexiona sobre si debe explayarse con aquel personaje. Parece fiable, Bergamín habla bien de él, pero a saber. Malraux no está en su mejor momento. Se habla ya de trasladarlos de nuevo, pero no de vuelta a Madrid. El frente de la capital está cubierto ahora por los rusos, y en Albacete no están haciendo nada de provecho. Aún no instalados completamente, se habla ya de un nuevo traslado. En el fondo no dejará de ser un alivio, sus “muchachos” son los únicos en Albacete que no dependen del intransigente Marty, lo que refuerza su imagen de ir por libre. Ni tan siquiera se alojan en las dependencias previstas para las Brigadas, en el antiguo Cuartel de la Guardia Republicana, sino en el hotel Regina. Al menos le habrá servido para reclutar algún voluntario entre los brigadistas que allí se agrupan. Antes de salir, los últimos: Maurice Thomas, Ollier y Galloni[v]. Poca cosa. Y además está Clara. Y Josette.
Su esposa, en los breves momentos a solas en el domicilio de la rue du Bac, no cesa de reprocharle sus devaneos con otras mujeres. La generalización evita respuestas elaboradas por parte de él. No le habla directamente de Josette a la que ella menosprecia. Dice a sus amigos[vi]: “André s’amuse avec la petite Clotis”. Se ven poco, él acude esporádicamente para ver a su hija Florence, y cuando sucede hay mal ambiente. Ella sigue acosándole para que deje ya su aventura militar española, lo que provoca en Malraux un cansancio que no puede permitirse (a pesar de ello veremos como aún sigue acompañándole a España de vez en cuando). La evita en lo posible, pasa más tiempo en el hotel Elysée Park, con su amante. Josette, su cuerpo, sí, pero también sus ansias, el no tener nunca bastante, utilizando el oficio de escritor como un reclamo. Le dice en una carta[vii]: “Debe usted escribir, André, es indispensable, o morirá loco de no escribir. Dice usted que la tarea que se ha fijado allí está a punto de terminar. Si regresa a París, habrá cien mil personas aferradas a usted, conferencias, llamadas, peticiones de todas partes. Ha hecho todo lo que le era posible hacer en España… Es más útil escribir, no hay nada más importante que los libros”. Así, a medida que ella vaya agrandando su papel de “reposo del guerrero” se irá también gestando la que será la gran obra de André sobre la guerra civil: L’espoir.
Comen. Malraux duda en abrirse. Sus reticencias respecto a la influencia soviética en el desarrollo de la guerra, ahora reforzadas por sus encontronazos con André Marty, y la apatía con que sus quejas son acogidas por Hidalgo de Cisneros, le hacen dudar ante este escritor, que es socialista hasta la médula, pero del que desconoce su posicionamiento respecto al comunismo. Quizá con una anécdota valga. La inicia después de contemplar la paella que les ha mostrado un sonriente camarero para después depositarla en el centro de la mesa, al estilo valenciano.
—No, no son fáciles. Y yo soy muy exigente. En julio era necesario reclutar a quién fuera, pero ahora ya no. Voy desprendiéndome de los mercenarios. Además, no hay dinero y cuando las nóminas se atrasan, su rendimiento aún baja más. Y a veces no se trata solo de querer o no subirse a un avión. El otro día…
Max levanta la vista. Le encanta que aquel prestigioso escritor se abra a su interés. Incluso piensa pedirle que intervenga en el tema que ahora tiene entre manos, la Junta delegada para la expansión cultural de España. El que en ella esté un amigo común, Louis Aragon, facilitará las cosas. Pero no quiere interrumpirle. El francés, con el tenedor en la mano, sigue:
—Hace tres días eché a uno. No fue fácil. Es curioso, pero existe una especie de complicidad, de camaradería, entre los mercenarios que nunca hubiera sospechado. Incluso hubo algún intento de motín. Pero ya está, al día siguiente, Leclerc volaba ya hacia Francia.
“¿Ya está? ¿Y la historia? Esto no puede acabar sin más”.
—¿Qué había hecho el tal Leclerc para merecer la expulsión?
—Casi desde el principio, ha habido reticencias y discrepancias entre los voluntarios y los mercenarios. Algunos son buenos, excelentes pilotos o mecánicos, pero unos pocos han venido al calor de la retribución, que te digo firmemente que no merecen. Las prisas en el reclutamiento no fueron buenas. Pero desde que sabemos que la Junta Técnica de Franco ofrece 40.000 francos al piloto que pase un avión a la zona rebelde y 20.000 para quién inutilice un aparato he decidido hilar más fino[viii]. Hubo un incidente en el que perdimos un avión[ix], con varios muertos. Iban dos aparatos Potez: uno, el Jaurès, se partió por la mitad. El otro, incumpliendo órdenes, regresó a la base cargado con todas sus bombas. Ello, además de peligroso, era intolerable. Pero Leclerc era un personaje muy peculiar, que con su indisciplina envenenaba a los demás pilotos. Siempre quejándose, maldiciendo y además presumiendo de sus hazañas como contrabandista. Lo detuvieron. No podía permitir que ello minara aún más la moral de los pocos que quedaban, así que lo llamé para ver de arreglarlo. Me insultó, a mí y a los demás. No tuve otra alternativa que rescindir el contrato. Al día siguiente lo mandé en avión de regreso a Francia, con la orden de no volver nunca más a España. Aún tuvo arrestos de decirme: “¡Volveré cuando me dé la gana!, cretino inmundo. ¿Me tomas por un sirviente?”. Lo hubiera matado allí mismo.
Aub lo mira comprensivo. Él está acostumbrado a los rifirrafes de la embajada, a las luchas entre intelectuales celosos y ambiciosos, más cuanto más mediocres, incluso a las rencillas de partido, pero aquello era la guerra; hombres que se jugaban la vida. Se jugaba el futuro de la nación. Y comprendía que no podía permitirse que ningún mercenario sin escrúpulos pudiera mermar la moral del ejército. Crecía la empatía entre los dos hombres, cada uno en su esfera, todos con la misma esperanza de un mundo mejor, ahora amenazado por el fascismo, en España, pero también en el resto del mundo.
La paella no entrará en la historia. El patrón, gallego, puede tener otras virtudes, pero no la de cocinar como los valencianos. Sin embargo, ambos han rebañado los restos. A principios de diciembre, en París, el gris es el color dominante. La fina lluvia exterior Invita a tomar un orujo antes de salir.
Malraux agita su flequillo como para pasar página. Su compañero se lleva la mano medio cerrada a la boca, para indicar al patrón que quieren dos vasitos de licor. Este pregunta con ojos picarones: ¿orujo? Max asiente con una sonrisa.
—¿Sabes?, ahora la escuadrilla se llamará Escuadrilla Malraux.
—¡Caramba! Felicidades. Te lo mereces.
—Fue idea de Nothomb[x]. Y pensar que al principio desconfié de él.
—Hoy en día no te puedes fiar de nadie. ¿Nothomb? —añade Max, por decir algo, por prolongar las confidencias.
—Sí, Paul Nothomb, un buen hombre. Llegó a Madrid en septiembre. Comunista convencido, aunque proviene de una familia rica y su padre tiene planteamientos cercanos a los nazis, según me dijo él mismo.
—Le nombré comisario político de la escuadrilla. A pesar de las reticencias del partido comunista, lo hice y no me he arrepentido. Está dispuesto a todo. Lo demostró en un lance, no hará ni tres semanas.
Traen los dos vasitos de orujo. Dan el primer sorbo y con los codos en la mesa, se disponen a seguir con el relato. Va cuajando una amistad que durará el resto de sus vidas.
—Fue en la zona de Ciudad Leal —nombre republicano de la antigua Ciudad Real—. Volaban en el único Bloch que nos queda, cuando una avería en un motor les obligó a hacer un aterrizaje de emergencia. La zona era peligrosa, tierra de nadie, o de todos según se mire. Luego me contó que tuvo dudas sobre su copiloto, pensando que el incidente se debía a que quizá había cortado la válvula del combustible para provocar el aterrizaje y pasarse con el aparato al enemigo[xi]. De hecho, ya en el suelo, indemnes salvo unos rasguños, vieron cómo se acercaban algunos bultos, escondidos entre la maleza, y no sabían a qué bando pertenecían. En aquel momento, el resto de la tripulación vio como Paul se lanzaba a su encuentro, con una pistola en ristre. Por suerte, eran republicanos. Pero me dijo, y estoy seguro de ello, que si llegan a ser fascistas, antes de caer prisionero hubiera descerrajado a su segundo piloto de un tiro. Un tipo peculiar.
Malraux queda mirando fijamente el vasito casi vacío. ¿Hasta dónde llega la fidelidad de un hombre a una idea? Depende, claro, de cada uno, se dice para sus adentros. Pero el empecinamiento del tal Paul, luchando contra su familia, incluso contra su partido que no se fía de él, para luchar a su manera contra el fascismo… ¿por qué se habría afiliado? Algunos, sin pruebas, insinuaban que podía ser un espía, un infiltrado. Sin embargo, sus acciones demostraban lo contrario. Era un hombre de acción, lo que el francés admiraba. Sí, no se había equivocado al nombrarle comisario político a la muerte del anterior.
Da un vistazo al reloj. Ha ido demasiado lejos. La paella, o el orujo, empiezan a ocasionarle ardor de estómago. Además, se ha prometido a sí mismo conseguir una nueva reunión con Cot. Está muy ocupado intentando coordinar a los diversos fabricantes de aeroplanos, Francia está en retraso respecto a los aviones alemanes que se empiezan a ver en España. No será fácil, los posicionamientos políticos de los industriales están muy distanciados, desde el favorable a la República española Henry Potez, amigo del ministro, al descaradamente partidario de la extrema derecha Émile Dewoitine. Pero su amigo Jean Moulin, segundo de Cot, le ha prometido ver de hacer algo. Por hoy ya es suficiente. Además, este español que nunca ha empuñado un fusil, ¡qué va a saber de aviones! Pero no quiere despedirse dejando un mal sabor de boca.
—Bueno Max, gracias por la paella. Estaba buenísima —“miente como un bellaco”, piensa el español—. Por cierto, si puedo mañana pasaré por Gallimard. Tengo algún asunto pendiente, y quizá puedan hacerme un adelanto que me irá bien para el viaje a Praga. Les hablaré de ti. Ya sabes que tu … no sé qué Petreña me encantó[xii]. Aún está lloviendo.
—Te dejo el paraguas. Yo estoy a dos pasos.
—No gracias. No sé cuándo podría devolvértelo. Mejor busco un taxi.
Se levanta y cogiendo el abrigo del perchero de la entrada, sale precipitadamente a la calle. Max y el dueño del restaurante se miran. Las prisas del francés han resultado casi cómicas. Al pagar, el escritor apuntará:
—Amadeo, cuántas veces he de decirte que abusas de la cebolla. Si es por tu morriña, vale, ponle un poco, pero nada más. ¡Ah! Y el chorizo, para el bocadillo. Soy valenciano y sufro viendo estos sacrilegios.
—Amén —cierra el restaurador, que sabe que aquel hombre volverá, no por su paella, una mera concesión al francés, sino por su pulpo. Y su ribeiro, claro.
Al día siguiente, después de una tormentosa reunión con el ministro de Asuntos Exteriores francés, Léon Delbos, en la que no conseguirá que este cambie su posición respecto a la No Intervención, André Malraux partirá hacia Checoslovaquia, donde tampoco tendrá éxito en la compra de aviones. Cuando vuelva a España, será en la base de La Señera, cerca de Valencia, donde encontrará lo que queda de su escuadrilla, preparándose para dar apoyo a la toma de Teruel. Por su parte, Max Aub se recriminará no haber tenido ocasión de hablarle de la Junta delegada. “Bueno —se dice—, ya lo hará Aragon algún día. Ahora tampoco hubiera estado por la labor”.
[i] HIDALGO DE CISNEROS (1977-II). Página 206.
[ii] NOTHOMB (2001). Página 23.
[iii] SCOTT WATSON (2014). Página 167.
[iv] MALGAT (2007). Página 58.
[v] LACOUTURE (1976). Página 231
[vi] BONA (2010). Página 303
[vii] CHANTAL (1976). Página 89.
[viii] SALAS LARRAZABAL (1972). Página 120.
[ix] Basado en el relato de La esperanza. MALRAUX (1997). Página 343 y ss. Sobre el personaje del mercenario Leclerc, es curioso el comentario de Paul Nothomb (NOTHOMB (2001) página 23): “el caso de ese gánster confeso o pretendido a quién Malraux llama Leclerc en L’Espoir, que de tan gordo y redondo que estaba lo describe flaco y bilioso”. ¿Cuál era el verdadero nombre del personaje, Leclerc en la novela? En la realidad, según THORNBERRY (1977) -página 207 y ss.-, algunos de los pilotos mercenarios fueron: Bernay, Bourgeois, Darry, Heilmann y Thomas, que lo eran de aviones de caza, y Cazenave, Gensous y Hantz, de bombarderos. Podría ser cualquier de estos tres, u otro dado que la lista no es exhaustiva.
[x] Algunas referencias pueden llevar a la confusión, dado que utilizan el nombre de Julien Segnaire, que Paul Nothomb (1913-2006) utilizó a partir de un episodio oscuro de su vida, al final de la II Guerra Mundial, cuando fue arrestado y condenado por traición, aunque posteriormente rehabilitado. (https://fr.wikipedia.org/wiki/Paul_Nothomb) El episodio ha sido reflejado en el documental Trahir? dirigido por Georges Mourier (2000). También firmó artículos periodísticos con el nombre de Paul Bernier. Su perfil controvertido merece una biografía. Ver una entrevista con él en los vídeos anexos.
[xi] Suceso narrado por el propio Nothomb (en el texto, bajo el nombre de Atrier) en su novela autobiográfica El silencio del aviador. NOTHOMB (2005, páginas 111 y ss.)
[xii] Vida y obra de Luis Alvarez Petreña. Fue publicada por primera vez en 1934 en España por la editorial Viamonte. En Francia, no será hasta 1959, cuando Aub logre publicar una obra suya en francés. Se tratará de Jusep Torres Campalans, en la editorial Gallimard, eso sí, gracias a las gestiones de André Malraux, a la sazón ministro del recientemente establecido Ministerio de Cultura.