II
Barcelona, julio de 1936
En el Parque de la Ciudadela, se inaugura un monumento a los Voluntarios Catalanes en la Guerra del 14, obra de Josep Clarà.
El día 1 se inaugura la iglesia de la Trinitat, en Trinitat Vella, que será quemada dieciocho días después.
En el cine Pathé Palace, se proyectan La vida es dura, con S. Laurel y O. Hardy, y Tres lanceros bengalíes, con Gary Cooper, Franchot Tone y Richard Cronwell.
El 19 de julio de 1936, don Bartolomé Serra y Boter mantuvo la puerta de su casa ─sita en la calle del pintor Viladomat, de Barcelona─ cerrada durante todo el día. Con la llave en el bolsillo, respondía con gritos destemplados a doña Berta Dorado, su mujer, o a Teresa, su hija mayor, cuando estas le decían que no se escuchaba ni un solo tiro por aquella parte de la ciudad ─situada en la parte baja del Ensanche─ desde hacía horas. Don Bartolomé refunfuñaba y resoplaba como un jabalí mientras Agustín, su hijo, le miraba mitad rencoroso mitad despreciativo llamándole cobarde entre dientes. Marchado el padre a primera hora a buscar el pan, lo primero que vio fue una barricada de adoquines por la avenida Mistral; instantes después, el paso de una tanqueta de los de asalto ─él no podía saber con qué bando estaban─. Ello, unido a la percepción del quedo pisar de las alpargatas de unos obreros que empuñaban escopetas de caza, le hicieron desistir definitivamente de su cometido. Regresó a su casa subiendo los peldaños de la escalera de dos en dos. Su rostro habitualmente cetrino había cogido un arrebol que añadía fiereza a su indignación no exenta de miedo. Luego, ya mediada la mañana, huyendo de los reproches, había optado por encerrarse con llave en la salita. Allí, con su largo y enjuto cuerpo doblado sobre la mesa camilla, buscaba frenético, entre chirridos e interferencias, los partes y las noticias de las emisoras en su radio Phillips de seis lámparas. No comió. No salió hasta cerrada la noche, demacrado, ojeroso, con la mirada perdida, diluida la tensión de las primeras horas y recuperado el tono ambarino de su piel. Intentaba sin éxito erguir su cuerpo magro a duras penas sostenido por una osamenta excedida de piel. Mirando al suelo en busca de algo firme, mostraba en su totalidad la calva coronada por cuatro pelos frailunos y las gafas temblando en su mano venosa. Carecía de argumentos y energía para justificar su conducta. De pie en la puerta de la salita, se limitó a proclamar:
─¡La República se ha salvado! ─añadiendo exhausto─: Por el momento.
No fue un grito de alegría, tampoco de desánimo. Fue una simple información que un nivel superior proporcionaba al resto de la familia. Era el jefe.
Al anochecer del día anterior, Berta y Agustín habían ido a esperarle a la salida de su trabajo como contable en una sastrería de la calle de las Cortes, esquina Muntaner. La madre, pequeña y regordeta, caminaba agarrada al brazo de su hijo, que admitía el gesto reconociendo la fuerza de sus casi veinte años. La gente corría a borbotones, y se detenía arremolinándose al calor de un rumor, de un grito, de alguien que blandiera un periódico o un pasquín. Instantes después, el grupo se deshacía centrifugando a sus ocasionales miembros por las calles adyacentes a la búsqueda de un nuevo rumor, de un nuevo punto de engarce con la ilusión, el miedo o la esperanza.
Un número creciente de personas confluían por la calle de las Cortes hacia la plaza Universidad, y de allí, a la plaza Cataluña, las Ramblas y el puerto como si la cercanía de los puntos donde el conflicto podía estallar en cualquier momento implicara la posibilidad de conseguir mayor información. Algunos, intuyendo el momento histórico, querían poder decir «Yo estuve allí». Otros, simplemente, brujuleaban empujados por la muchedumbre, por la querencia de la multitud.
Agustín estaba excitado. Los rumores de días anteriores se magnificaban, hinchados por el soplo libertario de sus compañeros, en el taller mecánico en que trabajaba desde hacía un año. Las repetidas manifestaciones de repulsa o de adhesión a personajes relevantes de la política, consignas lanzadas desde los coches pintarrajeados que circulaban a todas horas por las principales calles de Barcelona con altavoces de eco metálico, hacían mella en la virgen conciencia de Agustín. A cada impacto, sentía que algo aún por definir se removía en sus adentros. Él no pertenecía a ninguna asociación de tipo político. Hasta ese momento, se había limitado a vivir, a pasear, a tomar una cerveza de vez en cuando en alguno de los bares de las Ramblas o a tontear con las amigas de su hermana Teresa.
No obstante, Agustín Serra Dorado no podía abstraerse de los comentarios, de los conciliábulos de sus compañeros. En el fondo, encontraba ciertas aquellas afirmaciones de los anarquistas: individualismo, posibilidad de un nuevo mundo donde no hubiera explotadores… explotadores como el cabrón de don Mauricio, el dueño del taller. Gordinflón, cabezón hinchado con el remedo de un bigote escaso, puro circunflejo eternamente en su boca, cuchillada por donde hería al primero que tuviera cerca. Regateando siempre el salario de sus dos operarios, Ramón y Rafael. Maltratando, al aire de sus propios problemas, a Agustín el aprendiz. Sisando a sus clientes. Paticorto, su cuerpo pícnico oscilando sobre unas piernas de palillo, pantalones en embudo sostenidos por tirantes de colores chillones.
A pesar de todo, el joven no era amigo de aquellas grandes ideas; intuía que implicaban adquirir compromisos más allá de su capacidad de responsabilizarse de los mismos y que, además, podrían condicionar un futuro que apenas vislumbraba. Por ello, visitaba con mayor frecuencia los bares donde se comía buen jamón que en los que se masticaban más conjuras que buen lomo, como La Tranquilidad, el mesón que sus compañeros de taller visitaban a menudo. Ni siquiera se decidió a frecuentarlo cuando supo que a él también acudía de vez en cuando Clara, una amiga de su hermana Teresa, la chica que por aquel entonces más tilín le hacía.
Llegados a la confluencia de Cortes con Muntaner, doña Berta dejó el brazo de su hijo y entró en un portal donde lucía el rótulo: «Sastrería Casals. Señoras y caballeros. Arreglos, composturas. Especialidad… ─el tema de la especialidad eran los hábitos religiosos, pero dicha información había sido borrada por el propietario durante la primavera de 1931 sin que el posterior Gobierno de la CEDA le hubiera obligado a restituir el texto─ 3.º, 2.ª». Encima, otra inscripción: «José y Florián Sintes. Abogados. 3.º, 4.ª».
Cuando la madre estaba ya en los primeros peldaños, su hijo le gritó desde el dintel:
─¡He visto a Clara, ahora vuelvo!
El chico desapareció antes de poder oír las objeciones de la asustada mujer. A esta no le desagradaba la incipiente amistad de su hijo con la amiga de Teresa, pero aquel no era día de ir por la calle, y menos un joven como Agustín. Si su marido se enteraba, se iba a armar.
La plaza Universidad era un hervidero. La ronda del mismo nombre estaba llena de gente que se agolpaba evitando la calle Pelayo, donde no sería la primera vez que hubiera tiros. La vía, sin tránsito, con un autobús de la línea B bloqueado por la gente que invadía la calzada. En el frontal del vehículo, un anuncio de Ron Negus hizo pensar a Agustín en un amigo de sus compañeros de taller, un tal Sils, habitual de La Tranquilidad. Le llamaban así, «el Negus», quizá por su tez morena y sus cabellos rizados o por ser aficionado a tal licor. El Negus nunca sabrá que, un año más tarde, su historia, pasada de boca en boca, le hará convertirse en uno de los personajes de L’espoir, la novela que André Malraux escribirá sobre la guerra que está a punto de estallar.
El conductor del autobús, asomado, hablando con un grupo con la credibilidad que da su oficio, su gorra. Otros se acercan: «¿De dónde vienes? ¿Dan armas al pueblo? ¿Qué dicen en Horta?». En la plaza, Rafael Gimeno, su compañero del taller, mono azul sobre piel blanquecina:
─¿Sabes lo de Ramón? ─Agustín no sabía.
El otro le contó excitado:
─Ayer estaba en el taller engrasando su escopeta de caza a escondidas de don Mauricio. Este le descubrió y lo denunció a la Guardia Civil. Le detuvieron. Han ido a contárselo a García Oliver para que lo libere.
Un grupo con mono, alguno con pañuelo rojo y negro al cuello, se unió al corrillo:
─No dan armas.
Otro, pantalones de pana sostenidos por una faja, camisa que algún día fue blanca, apuntó:
─Los compañeros van al puerto, a asaltar el Uruguay. Los funcionarios de prisiones no van a jugarse la vida por su mísero arsenal que a nosotros nos irá de perlas. Dicen que hay más de quinientos fusiles ─a Agustín le sonaba el nombre del barco prisión.
Un coche llegando desde las Ramblas con dos altavoces sobre el capó voceaba: «¡Huelga general, compañeros! Ante el ataque a la República, la respuesta de los trabajadores ha de ser unánime. No más trabajar para los dueños que arman a los generales. ¡Huelga general, compañeros! Ante…». El vehículo se abría paso entre la multitud como un pesado remolcador del práctico en las aguas aceitosas del puerto. Los gritos, la algarabía, volvían locas a las palomas de la plaza. Por un momento, a Agustín le pasaron por la cabeza aquellas mañanas de su infancia, cuando, vistiendo aún pantalones cortos, su padre lo llevaba a darles comida y las aves se le acercaban cogiendo de su mano el pan mojado o el grano que habían comprado. «Berta, mira a Agustín, tan pequeño y no tiene miedo de las palomas». Solo una fotografía sobre la cómoda quedaba de aquello.
Se oyó un disparo por Fontanella. El vuelo de pájaros dio un giro hacia Paseo de Gracia. Los anarquistas, con un gesto similar, se dirigieron al origen del ruido. Sintiéndose imprescindibles, husmeaban el momento histórico.
Agustín decidió volver. Sus padres le esperaban en el portal de Muntaner.
─¿Y Clara? ─le espetó su padre, que se temía la treta.
─Me confundí.
─Anda, vamos. No está el momento para paseos. Teresa debe de estar ya en casa. «Clara. ¿Dónde estaría en aquellos momentos?».
Por la noche, después de cenar, aventuró a su hermana:
─¿Y Clara? ¡A ver si le ha pasado algo!
Teresa le miró, le agradaba que la amiga gustara a su hermanito. Bien, bien, pero se le despertó la misma inquietud de inmediato. Sabía de las amistades anarquistas de Clara, de su asistencia a La Tranquilidad, de su posible relación con un tipógrafo de la FAI y de los libros que su amiga intentaba que leyera: Reclús, Bakunin, Kropotkin ─El instinto de la cooperación─, y que ella había hojeado con mediano interés. Se arregló sus largos cabellos rubios y se dirigió a su padre, que sorbía la sopa con el aire hosco que habitualmente empleaba cuando no quería que nadie le molestara.
─Agustín tiene razón. He oído que ha habido tiroteos en la calle Hospital ─miró hacia la ventana con un gesto inútil, ya que no podían divisar lo que sucedía en la calle, y menos en la mencionada, a unos diez minutos a pie desde su cuarto piso del Ensanche─, pero ahora hay calma. Quizá mañana no podamos salir ─Clara vivía en aquella zona cercana a las Ramblas.
─Agustín no sale ─dijo el padre tajante.
─Puedo ir yo, ya sabes que soy prudente.
La madre, mirando fijamente su cuchara, casi inmóvil, con un ligero temblor de su rojiza mano delatando nerviosismo. Oyendo lo que no quiere escuchar. El padre, consultando el reloj de pared como si, incapaz de darla él, un objeto pudiera aportar la decisión. En el mismo instante, Agustín se levantó dejando la servilleta sobre la silla.
─Voy yo.
─¡Tú te quedas! ─bramó su padre.
Teresa aprovechó la ocasión:
─No te preocupes, estaré de vuelta antes de las diez.
Faltaban algo más de veinte minutos. El tic-tac subrayaba el silencio inmóvil de la familia. En las noches en que no podía dormir, Agustín imaginaba que era el paso interminable de algún guardián de su prisión. Sin decir nada, lentamente, como dispuesta a pararse a la menor orden, Teresa se levantó y dirigió a la puerta. Su padre, sorbiendo la sopa más ruidosamente que antes. Doña Berta dirigiéndose a la cocina. Agustín mirando ansiosamente a su hermana. Ella, con una sonrisa, sumergiéndose en el pasillo a oscuras.
Volvió al rato:
─Están levantando todos los adoquines de la Ronda. Ya hay una barricada en la calle de la Cera. No me he atrevido a pasar. Quizá mañana.
Pero el domingo, como ya se ha dicho, estuvo todo el día encerrada en casa.