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SALVAR UNA COPIA DE SIERRA DE TERUEL (Campo de esperanza, capítulo XLV)

Publicada el agosto 7, 2025agosto 7, 2025

XLV .  París, junio de 1940

Agustín Serra, colaborador en diversos menesteres del rodaje de Sierra de Teruel, está en París, legalmente, y ha hallado a su novia Teresa. De pronto, la Gestapo le conmina a que les acompañe a la búsqueda de las copias existentes de la película en los estudios Pathé. Ollier es un antiguo mecánico de la escuadrilla Malraux, que ha seguido en contacto con el equipo del cineasta.

En la madrugada del 23 de junio de 1940, Hitler visita el París ocupado. A las 06:00, entra en la Ópera. Speer ofrece una propina al estupefacto guardián, que la rehúsa. Más tarde, visita los Campos Elíseos y el Trocadero, donde se hace una foto con el Sena a sus pies y la torre Eiffel al fondo. Posteriormente, el reportaje de dicha visita se proyectará en los noticiarios alemanes. A las 08:30, regresa a Berlín.

Solo en los Campos Elíseos siguen funcionando cinco salas de cine: Les Portiques, Le Triomphe, Le Colisée, Le Petit Journal y Paris-Soir. En todas ellas, es obligatoria la proyección de los noticiarios alemanes.

─¿Agustín Serra?

Don hombres permanecían de pie junto a la mesa en que Agustín había estado leyendo el periódico. Por la puerta entreabierta, la cara asustada de madame Thétard.

─Sí. ¿Qué quieren? ¿Quiénes son ustedes?

─Policía, se le reclama en la Kommandatur.

─¿A mí? ─ignorando el motivo, los comentarios del señor Aub acerca de una novela de Kafka de la que no recuerda el nombre le pasan por la cabeza.

─Sí, a usted. Vístase deprisa.

─¿Se puede saber a qué se debe…? Tengo mis papeles en regla.

Movida posiblemente por experiencias cercanas, como la del señor Hoffman, madame Thétard corrió a buscar una manta. Cuando Agustín, una vez vestido, salía con los dos funcionarios, se la entregó.

─Toma, nunca se sabe ─dijo como pronunciando un epitafio.

En la comisaría, un trato deferente le intranquilizó.

─Siéntese. ¿Toma usted café? ¿Té?

─No, gracias. ¿Por qué me han detenido? ─recordaba a los Hoffman.

─¿Detenido? ─el comisario Dupuis sonrió despectivo a pesar de su forzada amabilidad, crueldad oblige─. No, señor Serra, no. Usted no está detenido.

─¿Entonces?

─Entonces… simplemente desearíamos requerir sus servicios.

─¿Mis servicios? ¡Pero si yo no soy nadie! ─le dolió decirlo y le dolió que fuera verdad.

─Usted trabajaba en la embajada de España, ¿verdad?

─Sí.

─Y también lo hizo, hace meses, en Joinville. ¿No es cierto?

─Yo…

Dudó, aunque hacerlo no tenía objeto. Seguro que estaban detalladamente informados de todo. ¿Clara? ¿Sabrían algo de ella? ¿Le preguntarían? Decidió seguir con la verdad por el momento.

─Sí. Sí, señor.

El policía requirió un papel en el que figuraba una lista de nombres escritos a máquina que Agustín no alcanzó a leer.

─Podemos llegar a ser amigos si colabora. Por ahora, solo nos interesa la mierda de película aquella que realizó un tal André Malraux, un escritor que al parecer usted conoce y con el que colaboró en España, aunque, ¿quién sabe?, podría usted labrarse un porvenir con el tiempo.

Agustín permaneció callado.

─¿Sierra de Teruel, no es así?

─Sí ─con voz débil muy a su pesar, no tenía objeto resistirse puesto que era un hecho.

Eran físicamente muy distintos, pero las imágenes de Diego, Rodrigo y Nogueira se confundían en la mente de Agustín con la de aquel comisario de aspecto anodino, puro burócrata hecho a molde.

─Señor Serra, ¿le importaría acompañarnos a Joinville?

─¿A Joinville?

─Efectivamente, y ahora mismo. Podrían actuar si corre la voz.

«¿Quiénes podrían actuar? ¿Contra qué? ¿A favor de qué?». Solo unas horas antes, Agustín había comentado en el bar de Amadeo la intención de la embajada de eliminar Sierra de Teruel. No lo había hecho antes, aturdido por el asunto de la ocupación de los nazis. Ahora, dijo a Ollier, la cosa va en serio y yo no puedo hacer nada salvo, quizá, demorarlo. El francés lo miró con una mezcla de ternura y reproche.

─¡Pero si yo entro a trabajar dentro de una hora en el Marivaux!

─Ya sabemos de su ocupación actual. Tranquilo, nos hemos ocupado de ello. Muriel, la taquillera, buscará un sustituto. Cualquiera sabe hacer de acomodador.

Lo tenían todo planeado. No podía escabullirse. Ignorándole, el comisario llamó a su asistente.

─Marcel, que preparen dos coches. Vamos a Joinville. Que nos acompañen seis gendarmes. Creo que bastará. Avisa a herr Henke. Le gustará ver la manera en que trabajamos.

Sin más, se levantó y apuró el café ya frío que tenía sobre la mesa. Su mano se posó sobre el hombro de Agustín.

─Vamos.

La avenida de álamos. El ocaso, dando un brillo de sangre a sus hojas. En los coches, las cabezas inmóviles sin reparar en el paisaje.

La plaza de los Estudios Pathé. Los automóviles negros se detienen. Portazos. Un grupo de hombres se arraciman. El comisario Dupuis se dirige a Agustín, que ha quedado en el centro por azar. Sobre los altos techos de los estudios A y B, emerge el ático, el quinto piso del montaje para Le jour se leve como un faro, como un periscopio impertinente. En la mente de Agustín, François acorralado, François barruntando su muerte, François observando desde la ventana abuhardillada como ojo atónito de pizarra, como la de Capitaine Ferber por donde miraba el señor Aub antes de la guerra. ¿La guerra? ¿Qué guerra? Aub, preso; Carné, en la zona de Vichy intentando hacer cine; Gabin, a saber; Arletty… Clara…

─¡A ver, chaval, despierta! ¡No es momento de ensimismarse! Esto es muy grande, nos ahorraríamos mucho tiempo y trabajo si nos dijeras dónde está el archivo de las películas.

El joven opta por demorar lo inevitable. Supone que quizá tal cosa le sirva en el futuro, subterfugio para apaciguar sus remordimientos. El tuteo le incomoda. Sería un don nadie, pero nunca uno de ellos.

─¿Archivo?

─Vamos a ver, ¿no quedamos en que colaborarías con nosotros? ¿Qué archivo va a ser? ¡Pues el de las películas! ¡¿Dónde está esa jodida Sierra de Teruel?! ─la pronunciación afrancesada, el acento gangoso le recuerda a Agustín el del señor Aub. Ello le empuja a una endeble resistencia.

─¿Y cómo quiere que yo lo sepa? ¿Cree que me ocupaba de los archivos? Mire, miren ─dirigiéndose a todos, envalentonado, quizá creyendo haber encontrado una vía de escape─, yo lo único que hacía era de carpintero, igual que en la embajada ─no quiere que su relación con don José Félix de Lequerica pase desapercibida─. ¿Acaso un carpintero sabe nada de archivos?

─Mira, no me vengas con cuentos. Tú te has pasado meses viniendo por aquí. Por tanto, estarás familiarizado con estos edificios. ¡Dinos cuál! ─grita mientras mira a herr Henke, que asiente.

Los Estudios Pathé se encuentran divididos en diversos pabellones. Su estado en ese momento, después de la quiebra provocada por la gestión fraudulenta de su antiguo director, es tétrico. La ausencia de personal aumenta la sensación de patetismo. Diríase que es el escenario de una película de terror como las que a menudo proyectan en el Marivaux. El comisario tiene prisa.

─Vosotros tres, por la parte de atrás. Tú y tú, os quedáis en la puerta principal. Marcel, tú y tú venís conmigo, con el señor Serra ─de nuevo «señor»─ y con herr Henke. ¿De acuerdo?

El alemán asiente con la cabeza al tiempo que desenfunda una pistola. El comisario le mira sorprendido, aunque luego lo imita. A Agustín:

─A ver por dónde empezamos.

Los pasillos del pabellón D, el mayor, resuenan bajo las pisadas decididas de los cinco hombres. Agustín sabe que el archivo está en el pabellón B, pero no va decirlo. Hace como quien busca, como los demás.

En una de las salas, techo alto, luz mortecina de bombillas ambarinas, encuentran la mitad del avión de contrachapado para filmaciones de interior. ¡Tantos recuerdos…! Agustín cierra los ojos por un momento. Ve a Marechal, a Mejuto, aquel travelín de caras tensas esperando el choque inevitable con la montaña, el que habían simulado en el teleférico de Montserrat. ¡Qué rostros tan distintos de los que en ese momento le acompañan, progresivamente malcarados al no encontrar los archivos! Fuera es ya de noche.

─No hay nada, esto son simples estudios de filmación. Agustín, ven aquí.

El joven está encandilado pasando su mano, fría a pesar de la canícula, por el contrachapado del armatoste como si fuera un gato.

─¡Serra!

─Diga ─el aludido sacude la cabeza para desprenderse de recuerdos que puedan traicionarle.

─¡Aquí no hay nada que nos pueda servir! Los archivos no están en este pabellón. Busquemos en otro, quizá el que alberga las oficinas. ¿Dónde están? ¡No dirás que tampoco lo sabes!

─Supongo que en el C. La verdad, no me acuerdo ─Agustín miente.

─Salgamos.

El gris azulado de la noche naciente precede a la oscuridad absoluta en el patio. Herr Henke se acerca al comisario Dupuis y le susurra algo al oído.

─Agente, vaya a la puerta de atrás y avise a sus compañeros. Hay alguien en el B.

Agustín, que no ha podido oír lo que Henke ha dicho, mira hacia el pabellón B. Es verdad. En su fachada izquierda, un punto de luz y su proyección ambarina sobre el mal cuidado jardín que le rodea delatan la presencia de alguien con una linterna en el archivo.

Minutos de silencio e inmovilidad. El gendarme regresa.

─Listos.

─Vamos.

Los tres, con sus armas dispuestas. Agustín les sigue sin que se le ocurra algo que pueda servir de escapatoria.

Suben silenciosamente los escalones de la entrada. La puerta del pabellón B está cerrada. El comisario Dupuis se gira hacia el joven acompañante, que se encoge de hombros. El policía indica con un gesto de su frente al gendarme que se desplace hasta debajo de la ventana iluminada.

Agustín se inclina hasta rozar la oreja del comisario:

─Podríamos probar de abrir ─sin mediar palabra ni esperar instrucciones, golpea repetidamente la puerta con su hombro.

Estruendo. El comisario empuja a Agustín, que cae sobre la gravilla del patio. La luz se ha apagado.

─¡¿Qué has hecho, salaud?!

Herr Henke apunta la pistola hacia el caído, pero el inspector le detiene.

─No, ahora no. Necesitamos su ayuda.

El alemán dirige el cañón de su arma hacia el cerrojo. Dispara. Empujan la puerta y entran a trompicones. Agustín se une a ellos. Un calorcillo de autoestima le conforta. El agente enciende una linterna. Al final de un largo pasillo, una sombra surge de una puerta lateral.

Herr Henke dispara de nuevo contra el intruso. La sombra se mueve. Con un estruendo metálico, suelta unos bultos que sostenía. Desaparece por otra puerta más lejana.

Los cinco hombres se acercan cautelosamente. En el suelo, unas bobinas de película. Agustín se agacha. «Sierra de Teruel. Bobina 7» reza la primera que recoge. Debajo, una etiqueta superpuesta: «Espoir/7».

─¡Coge todas! ─le chilla Dupuis.

Lo va haciendo pausadamente mientras los demás se alejan en persecución de la sombra. Con las bobinas en la mano, pese a la tensión del momento, piensa en Sabotaje y el suspense centrado en unas bobinas cargadas con explosivos, la película de Hitchcock que tanto le gustó; posiblemente, porque la acción transcurre en un cine. Las bobinas… «Si estas también tuvieran una bomba en su interior… podría acabar con los gendarmes, con ese tipo de la Gestapo que quería matarme. Sería un héroe. Por una vez…».

Ruido de portazos. Cristales rotos. Un disparo. Otro.

Gritos en el jardín:

─¡Aquí! ¡Aquí! ¡Quieto o disparo!

Agustín se encierra en el archivo con las bobinas en brazos. Se oye el cerrojo.

Minutos después, el comisario Dupuis vuelve por el pasillo en compañía de herr Henke. Empujan la puerta del archivo. Está cerrada.

─¿Señor Serra?

─Sí, aquí.

─¿Por qué ha cerrado? ¡Abra inmediatamente!

─No puedo, el cerrojo se ha atrancado. Voy a probar de nuevo.

─¿Qué hace aquí? Diga, ¿por qué se ha encerrado?

Suenan golpes en el interior y la puerta vibra por las patadas de los agentes. Segundos después, el cerrojo chirría. Los del exterior pueden contemplar a un Agustín sudoroso saliendo.

─Me había encerrado… por precaución.

─¿Por precaución? ─es la primera vez que oye la voz del alemán.

─Sí, no sabía si habría otras personas escondidas fuera. El comisario me dijo que cogiera las bobinas.

─¿Y dónde están?

Agustín empuja la puerta abriéndola de par en par.

─Aquí, sobre la mesa.

─Pues no perdamos tiempo. Ya cazarán al individuo en el jardín, llevemos las latas fuera. ¡Un momento! ─mirada irónica a Agustín, que la aguanta impertérrito─. Revisad los estantes. Coged todas las copias que haya.

Un gendarme entra:

─Hemos capturado al intruso. ¿Qué hacemos con él?

Herr Henke se adelanta para disgusto del comisario francés:

─Fusiladlo inmediatamente.

El gendarme se cuadra militarmente y sale. Dupuis, por conservar la autoridad, grita a Agustín:

─¡Se acabaron las dilaciones! ¡Venga, carga con las bobinas y salgamos al patio!

Ya en el exterior, oscura noche sin luna, el comisario arranca las bobinas de los brazos del español. Con los pies, las amontona sobre el pavimento brillante de humedad. Dos gendarmes depositan también las otras copias halladas. En todas ellas, Sierra de Teruel-Espoir y un número. Se encuentran en la explanada trasera, bajo el armazón de cinco pisos que sirvió para la filmación de Le jour se lève. Adoquines, unas vías de tranvía que no llevan a ninguna parte. Ninguna parte.

«¿Se puede quemar la esperanza?». Agustín recuerda la frase del señor Aub «Nada duele tanto como la esperanza cuando la esperanza pende de un hilo» y también «Aquí lo último que se pierde es la esperanza, la vida se va antes». La voz autoritaria del comisario le saca de su ensueño.

─Marcel, tráigame la gasolina.

El asistente se acerca con una botella cuyo contenido su jefe arroja sobre el montón de bobinas. Agustín, en un rincón, contempla cómo prende un papel de periódico con un encendedor y, a renglón seguido, lo arroja sobre el material cinematográfico. Este arde de inmediato.

Entre las lenguas rojas y amarillas, algunas azuladas por el nitrato, catorce bobinas metálicas se retuercen. Las etiquetas todavía pueden leerse en el centro de las mismas: «Sierra de Teruel. Bobina…».

La ceremonia se ve interrumpida por una ráfaga de disparos que proviene del otro lado de la valla de entrada. Agustín se gira, pero no puede ver nada. Después de agrupar con el pie los restos de la hoguera, el comisario ordena:

─Ya basta por hoy. Misión cumplida, retirémonos.

Los gendarmes regresan y suben a los coches. El ruido de la gravilla aplastada por los neumáticos se mezcla con el chisporroteo de las cintas de nitrato en llamas. Agustín, en el asiento trasero, cabizbajo y meditabundo; no aparta su mirada de la hoguera.

Los automóviles esquivan un bulto tendido en medio de la avenida. El brusco movimiento hace que el joven dirija su mirada hacia él.

El cuerpo exánime de Ollier, tendido sobre un charco de sangre con los brazos extendidos y las piernas entrelazadas. La sangre, extendiéndose, empapando el suelo. Sangre de izquierda.

 

Finalmente, en el capítulo XLVII, Agustín confesará su azaña a su novia Clara:

─Clara.

─¿Qué?

─He de decirte una cosa.

─Adelante.

─Pero no has de contarlo a nadie.

─¿Te he fallado alguna vez? ¿Ahora me vienes con esas?

─No es por ti ni por mí, es por la película.

─¿La película?

─Sí. Sierra de Teruel. Nuestra película, Clara.

La chica suspira. Azaña, muerto; los falangistas, por todas partes; sensación de cul de sac y… ¡Agustín pensando en la película!

─La destruyeron, ¿verdad? El día en que mataron a Ollier.

─Bueno, eso creyeron.

─¿Eso creyeron?

─Sí. La salvé, Clara. Yo ─él, nadie más que él─ la salvé. Creyeron que la quemaban. No fue así. Cambié las bobinas de la lavanda y las puse en unas latas de Drôle de drame. No sé si la has visto, pero fue muy útil. No se dieron cuenta de nada. Quemaron varias copias, pero quedó la que puede dar más positivos.

 

 

𝙎𝙄́𝙂𝙐𝙀𝙉𝙊𝙎 𝙔 𝘾𝙊𝙉𝙎𝙀𝙂𝙐𝙄𝙍𝘼́𝙎: 𝙉𝙀𝙒𝙎𝙇𝙀𝙏𝙏𝙀𝙍 𝙈𝙀𝙉𝙎𝙐𝘼𝙇 / 𝙋𝘿𝙁𝙨 / 𝙎𝙊𝙍𝙏𝙀𝙊𝙎 𝙏𝙍𝙄𝙈𝙀𝙎𝙏𝙍𝘼𝙇𝙀𝙎

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